Cuento: Confesión de bruja
Te comparto el cuento en el que he estado trabajando esta semana.
El viento traía consigo el hedor a estiércol y a cera derretida en la celda del convento de San Francisco. Un halo de luz, tenue y oblicuo, reposaba sobre el rostro de Felipa Guamán, quien para ese momento llevaba ya dieciocho días encerrada en aquella mazmorra. Arrugó la nariz mientras la claridad le encandilaba los ojos, y el frío, como cada amanecer, le recordó el sitio en que se hallaba. Se incorporó con el temblor matutino de costumbre y se sentó en la esquina opuesta al rincón donde solía hacer sus necesidades, a la espera de que le llevaran el desayuno.
Mas aquella mañana fue distinta: la hermana Piedad llegó con la colada y un joven de sotana que apenas pudo disimular el asco al acercarse a la celda.
—Felipa, traje al Padre Tomás para que pueda otorgarle el sacramento de la confesión.
Ella no respondió. Se limitó a encogerse en una esquina, como fiera herida, mientras la hermana descorría el cerrojo. El sacerdote, con andar mesurado, cruzó el umbral examinando el suelo con cuidado.
—¿Qué ocurre, padre? ¿Teme acaso mancharse con la mierda de una cristiana?
Tomás se estremeció al oír la voz grave de la mujer, e instintivamente se persignó.
—No pierda el tiempo, padre. No tengo nada que confesar.
—Todos tenemos algo que confesar, hija —respondió el hombre, sin vacilar.
—Si he de confesarme, se lo haré directamente a Dios, no a uno de ustedes.
—Es nuestro oficio ser el conducto entre los hombres y el Todopoderoso —replicó el Padre Tomás con tono grave.
Guamán resopló y desvió la mirada hacia la hermana Piedad, que aún sostenía el cuenco de colada entre las manos, sin moverse.
—Déjese ayudar, querida —murmuró la monja al tiempo que le tendía el cuenco. Luego, al ver que Felipa lo tomaba, le sujetó con suavidad ambas manos entre las suyas, apretándolas brevemente como quien intenta infundir algo de calor, o tal vez consuelo.
—Déjese ayudar —repitió, con una voz que se quebraba más por la ternura que por el deber.
Por un instante, tras cerrarse la puerta con un chirrido lento, lo único que se oyó fue el eco húmedo de los pasos de la hermana Piedad alejándose por el corredor de piedra.
—Solo quiero ayudarla —dijo el Padre Tomás con un tono más conciliador.
Felipa, con la boca sucia de colada, tosió tras atragantarse. Mientras se limpiaba con el dorso del brazo, respondió:
—¿Va a evitar que me quemen, padre?
El sacerdote bajó la mirada.
—Sobre eso no tengo poder, hija.
—Entonces no puede ayudarme.
El único sonido que rompía el silencio era la garganta de Felipa, luchando por tragar la espesa bebida.
—Tal vez si me cuenta su versión… podría hablar en su favor ante el tribunal.
—No me haga reír —gritó Guamán, escupiendo colada que salpicó el rostro del clérigo.
Tomás, sobresaltado, sacó un pañuelo de lino de entre los pliegues de la sotana y se limpió con apremio. Aun así, continuó:
—Lo digo en serio. Tal vez, si se confiesa, pueda interceder por usted… y por su alma.
—¿Quiere mi confesión… o quiere la verdad?
—Asumo que lo que me diga en su confesión será la verdad —replicó el Padre Tomás.
Guamán, acuclillada en la pared contraria al sacerdote, comenzó a gatear hacia él, como si el suelo frío no le doliera ya. Se detuvo junto a las piernas del clérigo. Tomás, nervioso, sintió un temblor involuntario cuando la mano de ella se posó en su muslo derecho con la docilidad engañosa de un perro que mendiga compasión.
El sacerdote se acuclilló con cautela, sin apartar la mirada del rostro mugriento de la mujer. Sintió entonces cómo una uña larga se le hundía en la carne, seca y afilada como espina. Felipa empezó a sonreír, mostrando los dientes amarillos bajo una mueca que parecía una burla macabra.
—¿Va a creer todo lo que le diga, Padre?
—Suélteme… por Cristo —balbuceó él.
—¿Me va a creer? —gritó Felipa, con una voz tan desgarrada que pareció salir de dos gargantas al mismo tiempo.
—Sí… sí, por favor, suélteme.
Ya en el piso, Tomás vio el rostro desencajado de la mujer acercarse lentamente a él. Ella apoyó su frente sucia contra la suya. Por un instante, respiraron el mismo aire.
Luego Felipa susurró:
—Primero, cuénteme qué le han dicho de mí.
En la madrugada del doce, doña Inés María de la Torre y Loyola comenzó con fuertes dolores de parto. Sus criados, aterrados por los gritos desgarradores de la joven —que no se parecían en nada a los de un alumbramiento común—, decidieron encomendar a don Jacinto, encargado del potrero, que montara a caballo y fuera en busca de Felipa Guamán, la partera más cercana.
Don Jacinto declaró luego que, pese a lo avanzado de la noche, halló a Guamán despierta. Aseguró también que su vivienda estaba saturada de un olor espeso a hierbas cocidas y barro húmedo, mezcla extraña que no supo identificar del todo.
Apenas llegó Felipa, pidió que la dejaran a solas con doña Inés. Aunque al principio los sirvientes se negaron, fue la misma patrona quien, con insistencia, ordenó que obedecieran. Desde ese momento se desconoce lo que sucedió dentro de la habitación. Todo lo que se sabe proviene de los testimonios de los criados, en especial de la señora Herlinda, quien se negó hasta el final a dejar sola a su ama con una india. Permaneció apostada junto a la puerta, tan cerca como le fue posible.
Ella declaró haber escuchado a Inés decir: “Es fruto de Dios”, seguido de alaridos de dolor. Aseguró que doña Inés, en ese instante, parecía suplicar por su vida. Al preguntarle si se encontraba bien, sólo obtuvo por respuesta más gritos, esta vez de Guamán, que exigía que no entraran en la habitación.
Al intentar abrir, la sirvienta descubrió que la puerta había sido cerrada por dentro. Tras varios intentos, don Jacinto terminó tumbándola a la fuerza, solo para hallar el cadáver de su ama, con el cuerpecito del recién nacido —también muerto— en brazos.
No había rastro de Felipa. Aunque se apresuraron a buscarla a caballo por los alrededores, lo único que lograron oír fue el llanto de un bebé que resonaba entre los árboles. Don Jacinto juró que era imposible determinar de dónde provenía: parecía brotar de todas las direcciones a la vez. Decían que era el alma del recién nacido, atrapada en el bosque por no haber recibido el bautismo.
Al enterarse de lo sucedido, Fray León solicitó de inmediato a las autoridades la búsqueda y apresamiento de la partera Felipa Guamán, acusándola de haber oficiado un ritual de brujería, asesinando a doña Inés y a la criatura sin nombre para luego huir con su sangre —y Dios sabrá qué otros fines blasfemos.
Tras varias horas de búsqueda, hallaron a Felipa cerca de una quebrada, con un aspecto lúgubre y carcomido, como si estuviera muerta en vida. Sin juicio alguno, fue declarada culpable de brujería, asesinato y robo, ya que también había desaparecido un relicario de doña Inés. Su condena fue la muerte en la hoguera.
—Parece saberlo todo, Padre. No necesita hablar conmigo.
Tomás, que se encontraba sentado a su lado, suspiró.
—Yo sé que usted no es ninguna bruja, doña Guamán.
—No me diga doña, le pido por favor. Yo no soy regalo de nadie más que de mis manos.
—Felipa… déjeme ayudarla. Cuénteme qué pasó ese día.
—No tengo nada que contarle, Padre. Como usted dijo: soy una bruja que mató a esa criatura y a su madre. No lo piense mucho.
Un goteo incesante marcaba el silencio, mientras la habitación se oscurecía por el paso de una nube viajera.
—Yo creo que usted no supo lidiar con la muerte. Mire, he estado preguntando por aquí y por allá sobre usted. Todos dicen que es de las mejores parteras de la región. ¿Verdad que esta sería la primera vez que un alumbramiento en sus manos termina en desgracia?
Felipa clavó la mirada en él. Tomás lo interpretó como una señal de que iba por buen camino.
—Yo la entiendo. Ni yo estoy preparado para la muerte, Felipa. Pero hay algo que no logro comprender… ¿por qué huir? ¿Por qué no simplemente decir la verdad? El parto se complicó. No hubo mucho por hacer. Hizo lo mejor que pudo, pero no fue suficiente…
Felipa, antes de que el cura terminara de hablar, se envaró. Y sin apartar la mirada de los ojos de Tomás, gritó con una rabia que parecía brotarle del fondo de los huesos:
—¡Ni con las manos de Dios de mi lado los hubiera podido salvar! ¡Ni por mí! ¡Ni por Dios! ¡Porque el diablo ya se nos había adelantado! ¡El diablo! ¡El diablo que viste de negra oscuridad!
—Felipa, por favor… cálmese —dijo Tomás, levantándose con nerviosismo.
—Padre… no pregunte cosas con las que no puede lidiar.
—Le pido que me ponga a prueba. Déjeme demostrarle que puedo y quiero ayudarla.
—Júremelo por Dios.
Y al terminar de pronunciar esas palabras, un ventarrón gélido atravesó la pequeña celda.
—Júremelo —insistió Felipa.
Tomás, anonadado, comenzó a emitir un ligero balbuceo.
—No tenemos nada de qué hablar, Padre. Vaya en paz. En pocos días se habrá terminado todo.
Felipa le dio la espalda y se hizo un ovillo en una de las esquinas del calabozo.
Tomás caminó hacia la puerta y se mantuvo un instante contemplando los barrotes de la celda.
—Lo juro por Dios, Felipa.
Ella giró la cabeza para ver el rostro nervioso del hombre y respondió:
—Tendrá usted que tomar una dura decisión, Padre. Lo compadezco, pero le pediré que, después de escucharme, guarde sepulcral silencio. ¿Entendido?
Felipa Guamán no podía dormir por el exceso de mocos que la ahogaban al acostarse. Aquella madrugada optó por poner a hervir agua con hierbas —eucalipto, menta, toronjil y otras más—, dejándola consumir hasta que el agua se agotara. Estaba respirando los vapores cuando Don Jacinto la interrumpió en su casa: Doña Inés estaba pariendo y necesitaban de su ayuda.
Al llegar, encontró a Doña Inés revolcándose de dolor en la cama. Pensó que no era una imagen que todos debieran ver, y menos sus sirvientes. En su experiencia, algunos se regocijaban con el dolor de sus amos, y Felipa no lo iba a permitir. Los hizo salir y se quedó a solas con Inés.
Palpó. Sintió la coronilla de la criatura. Pero al mirar a la mujer, vio que tenía los ojos abiertos como una lechuza.
—¿Has tomado algo para el dolor? —le preguntó.
Inés señaló un frasco que tenía cerca.
—¿Por Dios, mujer, quién te dio esto?- preguntó oliendo el recipiente.
—El padre, querida.
—¿El de la criatura?
—El padre… —insistía la mujer, entrando y saliendo de sí.
Felipa se apresuró a servirle un vaso de agua a la desdichada. Volvió a palpar. El niño venía.
—¡Puja, mujer, puja!
Doña Inés gritó con todas sus fuerzas mientras el bebé salía de ella. Felipa supo enseguida.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—Está muerto.
—¡Es el fruto de Dios!
Inés gritó hasta quedarse sin aire, y luego se desmayó del dolor. Felipa puso al niño sobre el pecho de su madre para que pudiera despedirse. Cuando bajó a revisar si Inés se desangraba, estupefacta vio una segunda coronilla asomarse.
—¡Mujer, mujer! ¡Puja!
Inés, volviendo en sí, hizo un último esfuerzo, soltando un grito tan desgarrador que hizo que la criada empezara a golpear la puerta.
—¡Está vivo, querida! ¡Está vivo!
—¡Gloria a Dios! Llévaselo a su padre… por favor.
La mano temblorosa de Doña Inés le alcanzó un relicario a Felipa. Al abrirlo, aunque el niño gritaba con la fuerza de un recién nacido, Felipa se sintió sumida en un intenso silencio.
—Querida…
—Él sabrá qué hacer.
—Querida, el jarabe… ¿acaso él…?
Felipa no supo cómo pronunciar lo que quería decir. Se sentía sin rumbo.
—Querida…
Pero Doña Inés no contestó más.
La puerta retumbaba con fuerza. Guamán envolvió a la criatura en una sábana y salió por la ventana. Se escondió lo mejor que pudo durante la madrugada, pero el llanto del bebé la obligó a mantenerse en movimiento. Siguió así hasta que dos horas después del amanecer, llegó a la Quebrada de Guápulo. Hizo una plegaria y lanzó a la criatura hacia el abismo.
Encontraron a Felipa desahuciada unas horas después.
—¿Qué hará, Padre, ahora que ya escuchó mi confesión?
El Padre Tomás miraba el piso de la celda, atónito.
—Le dije que lo compadecía…
—¿De qué era el jarabe?
Felipa lo miró con extrañeza.
—Cicuta, Padre.
—¿Veneno?
Guamán asintió.
—¿Habían estado envenenando a doña Inés? ¿Quién?
—El padre de las criaturas.
—¿Sabe usted quién es? ¡Esto podría cambiarlo todo! Podríamos evitar la hoguera. Si se lo digo al Fray, tal vez podemos…
—¡No! ¡Usted me prometió silencio! —interrumpió Guamán, gritando.
Tomás, confundido, empezó a caminar por la celda con ansiedad.
—No la entiendo, no la entiendo… Huye con el niño para terminar lanzándolo a la muerte, y se queda callada encubriendo a Dios sabrá qué enfermo, capaz de matar a una mujer y a un bebé. Felipa, quiero ayudarla… pero usted no me deja.
—El niño tenía que morir, Padre. Solo así podría tener paz. ¿Quiere ayudarme? Entonces déme la confesión. Absuelva mis pecados… para poder morir en paz.
Tomás se recostó contra la pared, deslizándose hacia el suelo con resignación. Alzó la vista al cielo, junto a Felipa.
—¿Usted cree en Dios, Padre?
—Claro que sí, hija.
—Sepa que todo se hizo como Él ha querido.
Felipa fue quemada viva unos días después. Quienes la vieron aseguraron no alcanzar a ver ni un atisbo de terror en su mirada. Todo lo contrario: irradiaba una enorme paz. Muchos atribuyeron esa serenidad a la última visita que recibió antes de morir: la del Fray León.
El suceso fue tan comentado que algunos lo registraron con detalle, por si llegado el día, Dios llamaba a León a su lado y aquel evento pudiera ser motivo de canonización. Había, decían, en su semblanza, una autoridad casi divina, una fuerza capaz de redimir incluso a una bruja.
El Fray León entró a la celda tapándose la nariz y agitando su sotana negra para espantar las moscas que revoloteaban sobre la inmundicia donde yacía Felipa.
En ese mismo momento, la hermana Piedad llevaba al Padre Tomás por un largo camino de tierra.
—No vamos a alcanzar a despedirnos de Felipa —dijo Tomás, con preocupación.
—Esto es más importante —insistió Piedad, acelerando el paso por el sendero.
—Has hecho bien, hija —dijo el Fray León a Felipa, que lo miraba con firmeza.
—No se pudo quedar callado ese cura de pacotilla, ¿verdad?
Una ligera sonrisa se dibujó en los labios del Fray.
—Si hubieses querido silencio, no te habrías confesado con Tomás. Es un hombre bueno… pero no sabe cuándo hay que callar. En el silencio está Dios. ¿Lo sabe, verdad?
—Dios también está en la justicia, Padre.
—Ya estamos cerca —dijo Piedad, señalando una pequeña cabaña.
Tomás miró la casa. Luego giró la mirada y vio la quebrada, a lo lejos.
—Ningún hombre puede entender la justicia de Dios, hija mía. ¿Cómo podríamos explicar todo lo que sucedió? —habló el Fray con solemnidad.
El Padre Tomás vio a la hermana Piedad perderse dentro de la cabaña y se apresuró para alcanzarla. Al entrar, lo recibió una pareja indígena con dos niños. Los saludó, pero no encontró a Piedad. La señora de la casa le hizo una seña hacia una habitación. Tomás pidió permiso y entró.
—El diablo quiso alejarme del camino, pero Dios supo protegerme. Me mantuvo en la senda… la del bien. Intercedió por mí con tus manos, Felipa. Y hoy me librará de todo mal.
Tomás encontró a Piedad con un bebé en brazos. Nervioso, caminó hacia ellos.
—Hermana… ¿es acaso…?
La hermana Piedad sacó un relicario de su hábito y se lo entregó. Tomás sintió el frío de su respiración al abrir la pieza metálica. Al ver el retrato del Fray León, un temblor recorrió su mano. La cálida mano de Piedad se posó sobre la suya.
—Cálmese, Padre. Felipa me dijo que le agradece.
—¿Me agradece?
—¿No lo ve, Padre?
El Fray, ya casi saliendo de la celda, se giró una última vez hacia Felipa.
—¿Por qué no habló? Pudo haberlo hecho, pero calló… ¿por qué?
—Porque decir lo justo, en el momento justo, puede salvar un alma.
—No comprendo ¿a qué se refiere?
Piedad, sujetándole las manos a Tomás, repitió la misma frase que Felipa Guamán pronunció antes de ser llevada a la hoguera:
—No se preocupe, los planes de Dios son perfectos, Padre.
Gracias por tomarte el tiempo de leerme. Este cuento lo escribí en tan solo una semana, esforzándome mucho, y estoy muy contento con el resultado. Aunque sé que aún hay algunos detalles por pulir, decidí compartirlo con ustedes como parte de un ejercicio de desprendimiento. A veces, es necesario dejar ir las ideas y avanzar hacia nuevas. Si te gustó y quieres invitarme un cafecito como reconocimiento, puedes hacerlo haciendo clic en el siguiente botón.
Te quiero mucho.
Antonio.
Me gusta cuando los relatos tienen datos sensoriales que se tejen con la emoción de la historia.
Muy buen cuento, me gustó mucho! Tiene algunas imágenes muy bien logradas. Creo que podría incluirse alguna aclaración, alguna pista temporal, algo que señale la bisagra entre la muerte en la hoguera de Felipa y la escena siguiente cuando Fray León entra a la celda. Y la parte que le sigue con el entrecruzamiento de líneas de diálogo, si bien es un recurso que creo que queda muy bien en este caso, se vuelve algo confuso en algunos momentos o al menos así me resultó a mí.
Saludos!