Dejando una estela húmeda y temblorosa en su andar, Ñawpak se detuvo frente a un ishpingo que goteaba sobre un charco. En el agua, vio un reflejo desconocido: un animal del monte, de esos que habitan donde ni el viento ni el hombre llegan. Por un instante pensó que era una criatura olvidada, pero pronto comprendió que eran sus nuevos ojos los que distorsionaban el mundo. Podía ver más de lo que jamás había visto, desde que la noche se oscureció por el gran eclipse.
Había estado saltando de cuerpo en cuerpo, poseyendo aves, serpientes, roedores, en busca de una forma que le diera rumbo. Los dos mil ciclos de piedra y silencio habían pasado como un susurro dentro del muro de la Torre del Oído, donde fue sellado por el gran Yachak Serumari.
Ñawpak despertó con el sabor de la sangre vieja en el alma. Solo tenía un propósito: erradicar cada gota del linaje de aquel que lo ató. Flotó entre los muros agrietados de la torre, como humo entre piedras calientes. Con júbilo oscuro llegó a la rendija que apuntaba hacia el valle, y allí vio abrirse los chakras de luz que cruzaban el horizonte como venas encendidas. Si tuviera boca, estaría chupando la esencia de cada destello.
—Viejo Serumari… —pensó con veneno seco—. Has sembrado demasiado.
Guardó silencio, como hacen los que van a matar. Cerró su visión y permitió que las luces vinieran a él. Centenares de líneas —unas delgadas como cabellos de niño, otras gruesas como sogas de ichu— se enredaron en su mente. Había una que brillaba más que todas.
—Aquí está tu sangre… Serumari. Hoy, será mía.
Ñawpak solo necesitaba poseer a un heredero antes del amanecer. Reemplazar su alma con la suya, y devorar al resto poco a poco, rama por rama, sangre por sangre, hasta extinguir todo recuerdo de su captor. El eclipse apenas comenzaba. Pero cuando extendió un dedo de su espíritu hacia el campo, una franja de luz de Luna Killa lo alcanzó. Su esencia ardió.
—¡Maldito Serumari! —exclamó sin lengua.
Se recogió como animal herido entre las sombras, y encogido, se le ocurrió qué hacer. Desplegó su endemoniada mirada por el valle, y encontró a un tigrillo solitario entre los arbustos. Se concentró. Y la luz del nuevo cuerpo lo encandiló.
Cuando sus ojos se acostumbraron, notó que una de sus garras apretaba a un ratón campero destrozado. Ñawpak no podía sonreír, pero se emocionó. Disfrutó cada gota de sangre que brotaba del diminuto cuerpo. Contorsionó su lomo, se estiró hasta el límite, y con un salto de júbilo, divisó el halo de luz grueso que aún lo llamaba.
Corrió. Sintió el viento frío de la noche en los huesos del nuevo cuerpo. Saltó entre raíces, esquivó piedras, rozó los helechos y cruzó el valle. Hasta que, junto a un camino boscoso, vio una mula muerta. Su vientre abierto. Un grupo de gallinazos lo rodeaba.
Uno de ellos alzó la cabeza. Ñawpak lo miró. Y saltó. La luz resonó en él. Las vísceras del animal mojaban ahora sus nuevas patas. Al fondo, una chispa repentina llamó su atención: el cuerpo del tigrillo comenzó a arder. Primero humo. Luego llamas. Después, ceniza.
Los demás gallinazos huyeron. Ñawpak se quedó solo. Miró al cielo. Miró el vuelo de los cobardes. Y bajó la cabeza.
Sintió la sangre fría en su pico. Y también, sin saber cómo, la mirada turbia del ave, su deleite carroñero, su ansia por los ojos blandos y las vísceras tibias. Se permitió el banquete. Engulló los ojos de la mula. Picoteó las costillas hasta quebrarlas. Cerró los ojos mientras hilos babosos de sangre le recorrían la cara.
Sintió paz. Sintió placer.
Desplegó sus alas como si se desperezara de los dos mil ciclos de letargo. Luego corrió, torpe al principio, pero pronto su cuerpo recordó el vuelo. Se elevó. Desde el cielo, vio los hilos luminosos que lo ataban como si fuera una marioneta infantil rebelándose contra la mano que la controla. Siguió la estela más brillante, y en picada, cayó hacia ella. Flotó a unos metros del suelo, temblando de placer por el viento que agitaba sus alas. Subió de nuevo y planeó en silencio, buscando con deleite al heredero de Serumari más cercano.
No vio venir el perdigón que le atravesó el pecho.
Cayó.
Mientras descendía, agonizando, aún con la vista afilada del ave, divisó a una culebra que deslizaba su cuerpo entre las hojas del monte, serena. Saltó hacia ella. Su espíritu se enroscó como vapor entre las escamas, y la lengua del animal cosquilleó su nuevo paladar, y por un instante, sintió la paciencia milenaria del reptil, su conciencia rítmica, su forma de pensar en espirales, sin prisa ni moral... Alzó la cabeza justo a tiempo para ver la bola de fuego desvanecerse antes de tocar el suelo. Con sus nuevos ojos, más naranjas que verdes, percibió figuras vibrantes y distorsionadas: las líneas de sangre eran ahora más tenues, más esquivas. Pero seguían allí.
Avanzó hacia la luminiscencia cálida. Se abalanzó sobre un cuy y lo devoró de un solo impulso. Los otros chillaron y corrieron hacia los bordes del corral, presas del pánico. Algunos murieron de puro terror. Ñawpak se abrió paso entre ellos con hambre furiosa, desgarrándolos. Entonces, una luz gigantesca, cálida y redonda, lo rodeó.
Lo supo.
Saltó justo a tiempo a la mirada de un cuy aterrado en una esquina. Y el pánico del roedor lo inundó. Quiso moverse pero su cuerpo se acurrucó. Su alma chillaba y Ñawpak no supo si era suya o del animal. Desde sus pequeños ojos vio a la culebra empalada por una lanza que se envolvió en fuego. Se deshizo en cenizas junto al animal. Los hombres que la rodeaban gritaron y huyeron como si hubieran presenciado el despertar de un dios antiguo.
Ñawpak lamentó que ninguno de ellos fuera un heredero de Serumarí. Hasta que poseyera uno, no podría habitar un cuerpo humano.
Revisó cada rincón del corral buscando salida. Encerrado. Encerrado como en la Torre del Oído. El cielo ya clareaba. La vida del roedor palpitaba con desesperación. Temblaba. Respiraba de forma entrecortada. Ñawpak sintió cómo se le cerraba el mundo.
Se concentró. Sintió una presencia cercana, más allá del cerco. No dudó. Saltó hacia ella en desesperación.
Dejando una estela húmeda y temblorosa en su andar, Ñawpak volvió a mirarse en el charco que brotaba del rocío frente al ishpingo. Pero no se reconoció. Buscó apresurarse, pero el nuevo cuerpo —tan calmo, tan ajeno a la urgencia— se movía con la lentitud de la tierra.
Desde ahí, con su vasta mirada, vio cómo las líneas del linaje de Serumari lo rodeaban. Pero su mente ya no era solo suya. Partes de él querían huir, otras volar, otras quedarse quietas y otras comerse la tierra húmeda. Era Ñawpak, pero también era todos los que había sido. Los hilos luminosos estaban por todas partes. Alcanzables. Pero en los segundos antes del amanecer, el caracol, completamente solo, apenas había avanzado el ancho de una hoja hundida en la tierra.
Entonces, como un eco húmedo en la médula, recordó las palabras de Serumari antes del encierro:
“Inti, en su fuego, te recordará quien eres.”
Ñawpak maldijo. Se alzó en su interior con rabia. Y cuando la primera luz del Sol Inti lo rozó, su carne se evaporó. Polvo. Solo polvo. Llevado por el viento.
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Te quiero mucho,
Antonio