He estado pensando en ir subiendo poco a poco los capítulos de mi novela. Lo que no tengo muy claro es si hacerlo por este medio o crear un boletín exclusivamente para la novela. Es algo que sigo definiendo. Mientras tanto, quiero compartirles el primer capítulo para ver si genera interés y si les gustaría leer más. De ser así, encontraré la forma de hacerles llegar cada vez más capítulos. Esta novela está completada en un 40%, y ayer ya definí todo lo que ocurrirá en cada capítulo. En julio me dedicaré a terminarla, y estimo que estará lista entre septiembre y octubre, siendo realista; si somos optimistas, podría estar un poco antes. Sin más que decirles, los dejo con el primer capítulo de Así mueren los perros:
Capítulo 1
“El primer disparo sonó como un error, el segundo como un acierto y el tercero como una promesa”, repetía mi madre, perdida entre lo senil y la locura. Dos semanas atrás, había recibido la llamada del mayordomo de la finca: “Tu madre se está muriendo”. Así, veinte años de juramentos —de prometer que nunca volvería a pisar la tierra donde asesinaron a mi padre— se desmoronaron de un golpe.
Me tomó dos semanas llegar. No fue por la distancia —la hacienda está a apenas una hora y media de viaje—, sino por las excusas que me repetía a mí mismo. Si alguien me hubiera preguntado, habría dicho que era por el trabajo, por los textos pendientes, por el peso de las responsabilidades. Pero en el fondo sabía la verdad: esperaba que mi madre muriera antes de mi llegada, para evitar enfrentarme a su despedida.
El mayordomo llamaba todos los días, y su insistencia terminó quebrando la frialdad que intentaba mantener. Llegué en febrero. Mi madre había enfermado a mediados de enero. De niño solía decirle: “Como buena doctora, usted es una pésima paciente”, y ella siempre respondía con una sonrisa: “No soy doctora, soy enfermera, y tengo el lujo de morirme como me dé la gana”.
Nunca me interesaron ni la medicina ni el campo. Lo mío eran las historias. Por eso me hice periodista. Nací y crecí en el campo, pero en cuanto tuve la oportunidad, hui. Ese maldito suelo ya me había quitado suficiente. Ahora me tocaba perder una de las dos anclas que aún me ataban a él: la primera era mi madre; la segunda, que hasta ese momento creí inamovible, era la venganza.
El día que decidí partir, tomé un bus en la terminal y bajé en Pancho Negro, el pueblo más cercano a La Romana. El lugar parecía detenido en el tiempo, como una fotografía: estático, sin vida. Muchas cosas habían cambiado, pero yo lo veía exactamente igual que en mis recuerdos. Tal vez porque así prefería verlo.
—¿Aurelio? —dijo una voz femenina que no reconocí.
Asentí, con la cabeza gacha, mirando el suelo que vibraba bajo mis pies mientras un camión cruzaba a toda velocidad por la única carretera que conectaba a Pancho Negro con el resto del mundo.
—¿Aurelio Díaz? —insistió.
—Sí, señora. Dígame.
—Qué gusto verte, mijo.
Un silencio incómodo se instaló entre nosotros.
—No te acuerdas de mí, ¿verdad? No pasa nada, eras un pequeño gatito. Soy Carmen, amiga de Lolita. ¿Cómo está mi comadre?
Hacía mucho que nadie me llamaba “gatito”. Pocas personas lo hacían, y siempre lo odié. Apenas pronunció esa palabra, reconocí a la señora, pero no hice ningún esfuerzo por demostrárselo.
—Mamá está enferma.
—Uy, ¿qué tiene?
—No lo sé. Recién voy a verla. Acabo de llegar.
—Vaya, mijito. No te quito más tiempo.
No estaba preparado para el abrazo que me dio Carmen, un gesto que no solo me estrujó el cuerpo, sino también la memoria. Aun así, logré devolvérselo con torpeza. Apenas me soltó, comencé a caminar en dirección a La Romana.
—Mijo, ¿y cómo vas a ir?
—Caminando.
—¿A la finca? ¿No prefieres que mi hijo te lleve en la moto?
Yo, que había deseado que la vieja estuviera muerta para cuando llegara, negué con una sonrisa amable.
—Prefiero caminar.
Carmen no insistió y se perdió entre las calles del pueblo.
Emprendí mi camino al borde del carretero, sintiendo el ventarrón de los camiones que levantaban polvo y sacudían mi cabello. Pensé en las veces que recorrí ese mismo trayecto con mi madre. Se alarmaba con cualquier crujido del camino, me pedía perdón, pero me apretaba la muñeca con tanta fuerza que al día siguiente despertaba con moretones.
Los trabajadores me llamaban “pan de yuca” por mi tez, y otros “gatito” por el verde de mis ojos. Nunca supe cuál de los dos apodos detestaba más.
Por más que intentaba concentrarme en los recuerdos amargos del pasado, los buenos se colaban sin permiso: la comida de mi madre, las fiestas cuando mataban un chancho, recorrer los lotes con mi padre, jugar con los perros de mi tío… Pero esos recuerdos eran mejor dejarlos en el olvido. Mis memorias infantiles se deslizan entre la melancolía y el dolor. Los malos recuerdos me arrastran hacia los buenos, y los buenos me devuelven a los malos.
Tal vez sería más fácil no recordar. Pero mi madre se está muriendo, y todo lo que quiero olvidar vendrá de golpe cuando la vea. Quizás por eso he estado retrasando este momento.
Los casi diez kilómetros que separan Pancho Negro del camino de tierra hacia La Romana se me hicieron cortos. Sumido en mis pensamientos, avancé sin prestar atención a la distancia. Sin embargo, al llegar al carretero improvisado, lleno de piedras y charcos, me arrepentí de no haber aceptado la oferta de Carmen.
Caminé ensuciándome, como cuando era niño, cuando mis botas quedaban atrapadas en el barro porque me quedaban grandes. Mi padre me enseñó a caminar en el lodo y a limpiarme de él:
—Deja que el lodo se seque, así es más fácil.
Asumí esas palabras como un consejo de vida.
Son pocos los momentos que recuerdo con mi viejo. Caminaba por la finca como si flotara, de un lado a otro, como si fuera el dueño del lugar. Supongo que deseaba serlo. Amaba tanto esta tierra que se conformó con ser su capataz. Amó tanto este suelo que murió en él, y a mí me tocó reconstruirlo con mis recuerdos y los ajenos.
Cuando lo asesinaron, los trabajadores hablaban de cuánto lo extrañaban, de la gran persona que era, de lo injusto que había sido perderlo. Pero yo recuerdo cosas distintas. Recuerdo despertarme por los disparos. Recuerdo ver esa masa sanguinolenta que me dijeron era su cabeza. Recuerdo su cuerpo boca abajo, desplomado en la tierra, como si la abrazara con todas sus fuerzas. Y recuerdo sentirme solo, aunque mi madre me abrazaba llorando sobre mí, de rodillas.
No lloré. Porque si lloraba, el lodo jamás se secaría, y necesitaba limpiármelo. Pero ahora que estoy de nuevo en este maldito suelo, frente a la vieja casa de mi madre, en la tierra que amó y que mató a mi padre, me doy cuenta de algo: el lodo jamás se secó.
Gracias por leerme, espero que lo hayas disfrutado. Si te gustaría ayudarme a decidir si debería crear otro newsletter para la novela, por favor, déjame un comentario. También puedes comentarme si prefieres que lo envíe por este medio. Házmelo saber.
Te quiero mucho,
Antonio
Leí este primer capítulo con la sensación de estar entrando en una casa donde todo duele un poco: el polvo, los silencios, los recuerdos que no se nombran.
Tu voz tiene algo contenido pero poderoso, como quien escribe desde una herida que ya no sangra, pero aún escuece.
El lodo como símbolo es precioso y devastador. Se pega a la piel y a la memoria.
Quiero seguir leyendo.
Y si decides crear un espacio aparte para la novela, allí estaré.
Gracias por abrir la puerta.