Hoy quiero compartir contigo el primer capítulo de mi noveleta: Las Eliminaciones. Ten en cuenta que se trata de un borrador, por lo que te pido disculpas si encuentras algún error que haya pasado desapercibido. Espero que lo disfrutes y, si te genera alguna emoción, interés o incluso aburrimiento, no dudes en hacérmelo saber.
10 días antes
—Hace demasiado sol para ser un día tan de mierda —dijo Humberto mirando por la ventana, a ese punto ya no con amargura sino con resignación. No se lo dijo a nadie y ciertamente no me lo dijo a mí. Mi presencia le resultaba incómoda; lo sé. A mí tampoco me agradaría tener a alguien que observara y registrara cada uno de mis movimientos. Pero desde que fui asignado como escriba del gobierno para los postulantes a las Eliminaciones, ese es mi trabajo.
Yo quería ser como Humberto, un novelista. Pero la vida, caprichosa como es, decidió ubicarme en otro lugar. No diré que me deprime, al menos no del todo. Al fin y al cabo, trabajo escribiendo, y sin querer sonar arrogante, creo que lo hago realmente bien. Lo que me distingue de mis compañeros, que se limitan a registrar como si fueran simples bitácoras humanas, es que a mí me apasiona descubrir la historia que hay detrás de cada postulante. Por eso, cuando Humberto fue postulado, rogué fervientemente que me permitieran ser su escriba. Ya había leído algunas de sus novelas; no me motivó la admiración ni ningún fanatismo; yo deseaba analizarlo, conocerlo y observarlo enfrentarse a la muerte.
Hoy es el día veinte de la campaña, y desde hace algunos años, internet ha bautizado esta fecha como el “día de la resignación”, porque es el día autorizado para que las empresas encuestadoras revelen la información recopilada sobre la intención de voto. Humberto, quien hasta entonces se había mostrado apacible y sereno durante las primeras semanas, sufrió un cambio radical aquella mañana frente a su computadora. Su rostro se transformó en una macabra mueca de horror mientras su mano temblorosa, intentando ocultar el miedo, buscaba apresuradamente el celular en su bolsillo.
—Franco, ¿qué mierda está pasando? —exclamó con voz entrecortada.
No alcancé a escuchar la respuesta de su jefe de campaña, pero puedo imaginar que se trató de algún discurso prefabricado, algo que minimizara la importancia de esos números, asegurando que no eran reales. Sin embargo, yo, que había vivido ya diez eliminaciones como escriba, sabía perfectamente que quien lideraba las encuestas al final del mes tenía una altísima probabilidad de ser el ganador. Los “milagros” eran raros, y estoy seguro de que Humberto también lo sabía. Por eso, su respuesta fue contundente:
—No me vengas con excusas, Franco. Ven para acá, tenemos que hacer algo.
Me acerqué sigilosamente a su espalda mientras Humberto apoyaba la cabeza en las palmas de sus manos, con los codos firmemente plantados sobre el escritorio. Alcancé a vislumbrar lo que él observaba: una gráfica de intención de voto que lo ubicaba en segundo lugar, con un crecimiento proyectado para los próximos diez días que lo acercaba peligrosamente al primero.
Los resultados eran extremadamente ajustados. La diferencia entre el tercer y el segundo lugar rondaba apenas uno o uno y medio puntos porcentuales, mientras que la distancia con el primero era de aproximadamente cuatro puntos, quizás más. Sin embargo, cuando literalmente te juegas la vida, estar en segundo lugar se ha de sentir indudablemente como una sentencia de muerte. Es la primera vez que veo a Humberto nervioso, aunque sabía que este sería el día en que lo estaría; siempre sucede así. No importa si ocupan el tercer lugar, todos se ponen nerviosos en el día veinte. Durante diez años he visto cómo abogados, jueces, dentistas, políticos y criminales palidecen, y hasta ahora ninguno ha logrado mantener la compostura en esta fecha. Tenía la esperanza de que Humberto fuera la excepción, pero es igual que los demás. Quizás esa expectativa me nacía de su prosa, con esa amargura y realidad tan cruda al escribir, como si proviniera de un hombre que no teme a la muerte, alguien reconciliado con ella. Pero supongo que nadie está verdaderamente en paz con la idea de morir, ni siquiera los artistas.
Debo admitir que, al igual que Humberto, también me sorprendieron los resultados de las encuestas. Asumí, erróneamente, que el novelista se mantendría en un lejano tercer lugar, con apenas un uno por ciento de intención de voto. Pensé que este apoyo provenía de un grupo reducido de personas que trataban el asunto como un chiste. Este mismo grupo, que creó comunidades en redes sociales, canales de difusión y otras plataformas, logró impulsar la nominación de Humberto. Era la primera vez en la historia que un artista conseguía una postulación de este tipo, y personalmente, esto marcaba un precedente que considero peligroso.
Franco llegó a los veinte minutos, trayendo consigo unas galletas. No era una buena señal. Los jefes de campaña son como carroñeros, especialmente aquellos que apuestan por los candidatos con menos posibilidades de ganar. Se aprovechan del dinero asignado a las campañas, eligiendo a quienes creen que no tienen opciones reales, con la intención de trabajar poco y ganar mucho. No siento respeto por ellos. Quizás, lo más cercano a algún tipo de respeto que podría tener sería por los que apuestan por los claros favoritos, aquellos cuya victoria no requiere complejas elucubraciones. Ellos se esfuerzan, rasguñan piedras por perder. Siendo sincero probablemente lo hacen movidos por el orgullo y la búsqueda de la fama, entregándose por completo aunque el resultado no les favorezca. Pero muchas veces, por no decir todas, al final, se les nota visiblemente derrotados cuando, frente a la horca, ven a sus candidatos cumplir la condena. Franco no era uno de ellos.
—Marita, prepárese un café —ordenó al ama de llaves. Luego, volviéndose hacia Humberto, continuó: No tienes nada de qué preocuparte, tus posibilidades de ganar son prácticamente nulas. Estás muy lejos de alcanzar a Eduardo Pérez.
—Lo que no entiendo es cómo puedo estar por encima del Dr. Tomassi.
—Eso sí que es un misterio, amigo mío —respondió mientras recibía la taza de café que había pedido—. La clave aquí es no desesperarse, porque la desesperación trae cansancio.
—Es el apuro.
—¿Perdón?
—El dicho es: “El apuro trae cansancio”.
—¿Y quiénes se apuran sino los desesperados?
Por momentos, me costaba concentrarme en la conversación al ver a Franco devorar una galleta tras otra, llenándose de migas el traje. Eso sí, nunca abandonaba esa sonrisa de idiota que lo caracterizaba.
—Vamos a hacer una gira por los medios.
—No estoy seguro de que sea una buena idea.
—Amigo, la gente necesita conocerlo, ver su lado humano y entender que no ha hecho nada malo. Solo escribió un libro, nada más. No se puede comparar con lo que hizo el Dr. Tomassi o el exalcalde Pérez. ¡Por favor! Es un escritor en las Eliminaciones, estamos todos un poco locos. Le digo algo, desde que se habilitó el voto facultativo para adolescentes de dieciséis años, cada edición es más caótica que la anterior. ¿Le conté que el año pasado casi llega a la postulación uno de esos… ¿cómo se llaman? Los que hacen videos en internet. Bueno, usted me entiende. Estos jóvenes están destruyendo una institución seria como son las Eliminaciones. Se lo digo con toda sinceridad, estoy muy preocupado por el futuro…
Franco seguía balbuceando su discurso, y yo opté por enfocarme en la mirada de Humberto, quien, por cortesía, asentía ante cada desatino que salía de la boca de su jefe de campaña. Sin embargo, en sus ojos se adivinaba una melancolía latente. Tras lo que debió ser una interminable media hora de gritos sobre el estado de la ciudad y el mundo, los hombres acordaron iniciar una gira de medios al día siguiente. Comenzarían con una pequeña emisora de radio, ideal para minimizar cualquier impacto negativo derivado de la inexperiencia de Humberto y, al mismo tiempo, permitirle ganar confianza antes de enfrentarse a las grandes cadenas de comunicación.
Humberto despidió a Franco acompañándolo hasta el portal. Este último había devorado todas las galletas que trajo. Una vez cerrada la puerta, Humberto suspiró profundamente y, como era habitual, pasó junto a mí sin dirigir palabra alguna. Se dirigió a la sala, encendió el televisor y comenzó a cambiar de canales hasta que algo captó su atención… y la mía. En las noticias estaban presentando un perfil de Humberto: quién era, dónde había nacido, testimonios de personas que habían crecido con él, sus obras, sus reconocimientos y más. El novelista pareció sonreír ante ello. Pero, de repente, el segmento tomó un giro inesperado. Empezaron a analizar su postura política, con interpretaciones curiosamente sesgadas de sus textos, y luego vino lo más alarmante: un documento que lo vinculaba al MLN, movimiento de liberación nacionalista, una organización asociada con actos terroristas cometidos más de veinte años atrás en la ciudad y el país.
Humberto apagó el televisor. El teléfono fijo comenzó a sonar, seguido de su celular. Él permaneció inmóvil, sentado en el sillón frente al televisor apagado, mientras el insistente timbre de las llamadas llenaba la sala.
—¿Esto te gusta? —soltó de repente. Después de unos segundos de silencio, clavó su mirada en la mía.
Yo, aturdido por el estruendo de los teléfonos y sorprendido porque Humberto me hablara, sentí una extraña mezcla de pena y placer.
Gracias de corazón por tomarte el tiempo de leerme hasta aquí. Valoro muchísimo tu interés y estoy completamente abierto a cualquier comentario o reflexión que quieras compartir conmigo sobre lo que acabas de leer.
Te quiero mucho.
Me atrapó la idea y me quedé con ganas de leer más, felicitaciones!
Antonio, qué primer capítulo tan potente.
La idea, el tono, los personajes… todo está muy bien armado desde el inicio.
Me atrapó de inmediato.
Te dejo aquí estas primeras palabras, pero te escribo también por privado con un comentario más detallado. Ya lo estoy terminando de redactar.
Gracias por compartirlo.